domingo, 31 de mayo de 2015

Siempre nos quedará la música

Dicen que Newton descubrió la ley de la gravedad al caerle una manzana en la cabeza, y que el que inventó la locomotora, estaba contemplando una tetera, pero yo no, la gran idea se me ocurrió sentada en el autobús.

El otro día, como de costumbre, volvía de la biblioteca del Retiro en el 27 cuando me di cuenta de lo estúpido que es pensar estupideces. Puede parecer algo obvio, pero realmente es alucinante la cantidad de tiempo que gastamos pensando tonterías. Lo que me sorprendió fue darme cuenta más tarde de que, a pesar de lo estúpido que fuera, me encantaba, y no lo cambiaría por nada.
Hay gente que puede dejar la mente en blanco (O eso dicen). Otros, piensan tonterías. Y unos terceros, piensan tantas tonterías que ni se enteran de lo que tienen en la cabeza. O lo que no tienen. A veces, cuando el nivel de idioteces alcanza límites insospechados, en vez de tratar de explotar la cabeza de terceros, suspiramos resignados “Aún nos queda la música”. Y benditos auriculares, y benditas notas, capaces de sellar nuestros pensamientos y contener las emociones.

Porque sí, nunca lo dejaré de pensar, Guille Milkyway tenía razón, y es que; Lo mejor de todo es que al final, siempre hay una canción. Y ¡Ay de nosotros si llega el día que anunciaba McLean!

Something touch me deep inside,
the day,
the music died.






Hace ya tiempo un buen amigo me pidió consejo para conquistar a cierta niña mona. Lo que le contesté, sin darle muchas vueltas, fue que viera una película. “Holly… La vida no es como una película”. Y a día de hoy, unos cinco o seis años más tarde, sigo discrepando. Porque, ¿Qué son las películas si no un pálido reflejo de la realidad?  Si en muchas ocasiones la realidad superaba a la ficción, ¿Por qué no iba a ser esta como una película?
Quizá soy demasiado romántica. O a lo mejor bastante idiota. (Probablemente más de lo segundo). Pero como dicen, sólo hay dos maneras de ser feliz en esta vida. Una es hacerse el idiota, y la otra, serlo.

La vida es una gran película, una súper producción, de indecente presupuesto y enormes dimensiones. Como los clásicos de la época dorada del viejo Hollywood. Con su propia banda sonora. Muchos personajes, complicada trama. El protagonista, aunque suene un poco narcisista decirlo, es siempre uno mismo. En los largometrajes antiguos algunos personajes tenían su propia melodía. En la vida real, muchos también la tienen. Los secundarios van y vienen. Y puede que el protagonista sea uno mismo, pero sin estos, y sin sus canciones, el resultado no tendría el mismo sentido. Es verdad que cuando los secundarios vuelven al backstage, no existe el interruptor del que hablaba Ted Mosby. Pero, aah, siempre nos quedará el botón de pause.



















A lo largo de la cinta las canciones irán cambiando, pero de alguna manera, será la unión de todas ellas lo que haga el video tan genial. Y es que, queridos amigos, ¿Qué es una película sin banda sonora?, ¿Qué sería de Casablanca sin As Time Goes By? ¿O del Padrino sin su melodía? Una película sin música es como un café sin cigarrillo, como Billy Wilder sin Jack Lemmon, como una cerveza sin alcohol. No está mal, pero requiere empeño.

Es curioso cómo las notas de una misma canción pueden sonar en unas ocasiones tan tristes y en otras tan alegres. Hace poco me contaron que si mientras estabas embarazada escuchabas algo, el bebé recordaría en su subconsciente la melodía para siempre, asociándola con el ánimo que tú tenías en ese momento. Y es que, efectivamente, a nada se pegan mejor los recuerdos que a las notas de una canción. También pueden grabarse en un olor, unas palabras o un gesto, pero con la música... Con la música es un cuento aparte. Cuando oyes una canción que solías escuchar en un determinado momento de tu vida de alguna manera vuelves a él, sientes lo que sentías, de pronto se te saltan las lágrimas, o desaparecen los problemas. Puede haber quien no lo entienda, porque la música no basta con escucharla, hay que saber escucharla.



Mi banda sonora es una mezcla de canciones bastante aleatoria. Mejores y peores, más o menos guays. Desde el viejo Dylan hasta los Jonas Brothers. Lo sé, lo sé, es bastante pecado juntar a ambos en la misma frase, pero las cosas como son. Y sí, era bastante fan. Y mis amigas y yo (aunque lo nieguen tres veces antes de que cante el gallo) estábamos bastante colgadas. Hasta les vimos en concierto.

Pero estaba pensando que si tuviera que elegir una canción entre todas, la del recuerdo más fuerte, supongo que diría una de Red Hot Chili Peppers. Y, por mucho tiempo que pase, por muchos años y muchas lluvias que hayan caído, se me seguirá poniendo la carne de gallina y un escalofrío recorrerá mi espalda al escuchar el punteo del comienzo de Tell me baby. Porque en la vida hay temporadas que marcan, y esas temporadas, tienen música de fondo.

Al final, las canciones quedan, las gentes se van, otros que vienen las continuarán, la vida sigue igual.


Y siempre nos quedará la música.

THANK YOU FOR THE MUSIC






viernes, 20 de febrero de 2015

Cuando la sudadera verde me robó el hambre

They are not long, the days of wine and roses,
Out of a misty dream
Our path emerges for a while, then closes
Within a dream.
Ernest Dowson

Erase una vez, en una gran ciudad llamada Madrid, una estudiante que se enamoró. Ella era joven e inexperta y todavía creía en las historias de amor que le contaban de niña. Mientras paseaba, con un chocolate caliente en sus manos enguantadas, soñaba con el día en que por fin él se declarase y le confesase estar enamorado. “Porque no quiero conocer a nadie más. A nadie”. Le gustaban los “Felices para siempre”. Estaba segura de que Jo March volvería con Laurie en una supuesta segunda parte de Little Women. Y Rick Blaine con Ilsa Lund, porque siempre les quedará París. Y Barbra Streisand con Robert Redford en The way we were. Porque no, Hubbel, tu chica no es encantadora. La encantadora es K-K-K-Katy. Pero por encima de todo, creía que Rhet Butler volvería con Escarlata O´Hara. Porque sí. “Francamente, querida, eso sí le importaba.”











Nadie le había dicho
que los cuentos,
no eran más que eso,
cuentos.


Y digo yo, ¿Qué tendrá de malo que lo sean?

Febrero en la ciudad puede ser un mes frio, pero no demasiado. Un sí pero no. A medio camino entre invierno y primavera. El mes de las medias tintas. La verdad, nunca he sido muy fan de febrero. Es curioso que a algún iluminado se le ocurriese meter en este mes, así sin mucho sentido, un día para los enamorados. Habría sido mucho más sensato incluirlo en Marzo. O en Septiembre, con las hojas secas alfombrando el suelo. O en Abril. O en Mayo. En fin, que cualquier otro mes del año tendría bastante más pinta de romántico que Febrero. Pero supongo que quién lo pensó solamente buscaba alguna excusa para paliar los estragos de la conocida cuesta de Enero. Y así, de golpe y porrazo, decidió que sus víctimas serían los enamorados. Y tan contento, oiga. Y vaya blanco fácil. Enamorados.




Una vez conocí a alguien que definió en tres palabras eso de estar enamorado. “Estado de imbecilidad transitoria”. Y, es que, ¿Qué es el enamoramiento sino la mayor estupidez del mundo en que, sin embargo, todos caemos? Aaah sí. No me miren así señores. No me he confundido. He dicho todos. Aquí no hay distinciones. Yo no hablo solo de las afortunadas parejas que se quieren recíprocamente. Me refiero a ellos, y a todos los demás. Todos, alguna vez, nos hemos enamorado, o nos enamoraremos. Aunque sea de una cara.


Aquí no hay reglas. Porque las reglas, son deber. Y el amor es la muerte del deber. Y del sentido común. Pero, como dijo el gran E, ¿Qué es el sentido común sino un depósito de prejuicios guardados en la mente antes de cumplir los 18?
No sé si alguno de ustedes habrá soñado alguna vez con estar enamorado. El mejor sueño que puede tenerse. ¿Volar? Ríanse. Nada comparado con soñar enamorarse. Salir de la cama con la sensación de que todo es perfecto. Encontrarse en el Yesterday que cantaban Los Beatles. All my troubles seemed so far away. Salir a la calle, café caliente recién hecho bajando por la garganta y cigarro en mano, silbando Daydream de The Lovin´ Spoonful. Sí, señores. La mejor sensación del mundo.


Yo... Yo estoy enamorada de enamorarme. Pero, ¿Qué es estar enamorado? ¿Cómo saber que estamos enamorados si nunca antes lo hemos estado? Taquicardia, risitas incontroladas, retahíla de idioteces, mariposas en el estómago (O saltamontes borrachos. Vete tú a saber. Que aunque bebidos, más vale borrachos conocidos que alcohólicos anónimos). Y el mundo es de otro color. “¿Puede haber algo superior a Mozart? ¿O a Bach?... ¿O a ti?” “Jenn… ¿Estoy al mismo nivel que Bach y Mozart?” “Aha… Y… Que Los Beatles” Y, si alguien está al mismo nivel que Los Beatles, entonces no hay duda alguna. Estás definitivamente enamorado.


Signos puede haber incontables, pero, para mí, uno en concreto es más significativo que todos los demás juntos. Y es que yo soy un poco políticamente incorrecta. Me gustan mucho los muchos. Si me gusta algo, me ENCANTA. Si es alguien, me CASO. Si salgo, es hasta la madrugada. Si bebo, bebo bien. Y no con Ron Almirante. Si fumo, la cajeta entera. Si me enfado, arde Troya. Pero, por encima de todo, si hay un mucho que supera a los anteriores, es el de la comida. Y es que, qué bueno es comer, tres veces al día (O cuatro. O cinco. O las que haga falta). Ya adelgazaremos en la otra vida. Y si tengo alguna lucecita roja que me avise de que me estoy enamorando, es la que me roba las ganas de comer. Y que se me quite el hambre a mí… No es tontería.


Recuerdo la primera vez, hace siete (O seis) años. Se dice pronto. ¿La culpable? Una sudadera verde, que no me dejó comer mi hamburguesa. Era un viernes, ya no sé de qué mes, una de esas tardes que gastaba con mis amigas en el cine, paseando o, normalmente, comiendo. Estábamos en el autobús cuando vimos en la siguiente parada la sudadera verde. Miento. Yo no la vi, porque estoy algo ciega. Fue mi amiga la que me lo dijo. “Holly, está en la parada. Es… El sujeto. Lleva una sudadera verde”. Y los saltamontes montaron una fiesta en mi estómago. Y taquicardia. ¿Y qué hice yo? Sacar mi pobre iPod Nano y enchufarle un casco a la que tenía más cerca. Y gritarle, a un tono histérico demasiado alto “¿Qué canción quieres escuchar?” Porque, que se entere el autobús, yo estoy muy concentrada en mi música y no me entero de quién baja. Ni sube. Y ¡hala! Cabeza bajo el asiento de delante, ese moño de tarde de colegio no podía salir a la luz. Al llegar a nuestra parada arrastré, corriendo, a mis amigas hasta el semáforo. Fuera de peligro. O eso pensaba. Pobre infeliz. “Holly, se han bajado detrás”. Y el semáforo, que seguía en rojo. Y los saltamontes de fiesta. En cuanto apareció la primera puerta del centro comercial, allí que nos metimos. Y subimos a nuestra planta favorita; la de los restaurantes. Ya más tranquila yo, pedimos hamburguesas y nos sentamos. Pero en ese momento, de refilón un reflejo verde, y ahí estaba: El sujeto. Y hola taquicardia. Y adiós patatas. Bienvenidos saltamontes. Y así fue cómo la sudadera verde me robó el hambre. Y se quedó mi hamburguesa. Y era un cuarto de libra. Con queso.


Como les he dicho antes, por suerte o por desgracia, en este juego la única regla es que no hay reglas. Es posible por esto que muchas veces nos toquen malas cartas y nos ocurra como a MacLaine en El Apartamento “Tengo la rara cualidad de enamorarme de quién no debo, donde no debo y cuando no debo”. Porque en ocasiones, como decía el padre de La Gran Familia, no es cuestión de ver el vaso medio vacío o medio lleno. “¿Pesimismo? Yo soy el rey del optimismo pero si al ir a pagar una cuenta doy optimismo me dicen que no es moneda de curso legal” Sea como fuere, antes o después todo puede desaparecer aunque lo creamos imposible. Y será demasiado tarde para actuar. Nos tiraremos de los pelos tratando de recuperarlo. En vano. Y entonces, sólo nos quedará el recuerdo. Y recordar puede hacer daño.

Aunque más daño debe hacer no tener un pasado que poder recordar.

Si alguno de ustedes se encuentra, como yo, en estado de imbecilidad transitoria, acuérdese de mis palabras.


viernes, 5 de diciembre de 2014

A propósito de Henry


"Este adiós no maquilla un hasta luego,
este nunca no esconde un ojalá,
estas cenizas no juegan con fuego,
este ciego no mira para atrás.
Este notario firma lo que escribo,
esta letra no la protestaré,
ahórrate el acuse del recibo,
estas vísperas son las de después.
A este ruido tan huérfano de padre
no voy a permitirle que taladre
un corazón podrido de latir.
Este pez ya no muere por tu boca,
este loco se va con otra loca,
estos ojos no lloran más por ti."
Joaquín Sabina







Hace algo menos de un año, a las puertas de la primavera, cuando los árboles descubren sus bonitas flores, mis dos queridas inseparables y yo nos escapamos una tarde al Parque del Retiro con un viejo Ukelele. Era un día cualquiera, de esos que no planeas. Después de un par de canciones se nos acercaron tres guapos y simpáticos argentinos que nos pidieron sentarse con nosotras (¿Quién dijo que esas cosas sólo pasaban en las películas?). Estaban de paso en Madrid, sólo se quedarían en nuestra ciudad un día. Tras el clásico intercambio musical de unos y otros, nos propusieron tomar unas cervezas en alguna terracita. Y allí que fuimos.


Es curioso cómo muchas veces y sin que seamos conscientes en el momento, personas con que coincides alguna vez contada, te pueden dar claves más valiosas que quienes llevan una vida a tu lado. A veces las cosas son muy sencillas, blanco o negro, pero somos incapaces de asimilar las obviedades. Y estas casi nunca nos las van a dar los que tenemos más cerca. En nuestra conversación con los argentinos, les relatamos las tres nuestros desencantos amorosos, vistos desde nuestra perspectiva hormonada. La respuesta rotunda de ellos, se puede resumir básicamente en una frase: No hay que tener miedo al fracaso.
En esta vida todos cometemos errores, de mayor o menor intensidad, y parece que los errores cometidos tengan que perseguirnos durante el resto de nuestros días. Así, llegado un punto, aparece el miedo a repetirlos, y preferimos escondernos antes que intentarlo de nuevo. Optamos por quedarnos en el “No te preocupes, ya se olvidará” y tratar de engañar a nuestra memoria simulando que nunca ha pasado. Porque sí, todos vivimos un poco a propósito de Henry.









Dijo Einstein que la memoria era la inteligencia de los tontos, y, efectivamente, estaba en lo cierto. Hay personas que tienen gran facilidad para olvidar, pero quienes tienen buena memoria, por mucho que traten de evitarlo y perdonen o sean perdonados, siempre recordarán. Perdonar habiendo olvidado no tiene ni de lejos el mismo mérito que perdonar sin haberlo hecho. Perdonar, sin abandonar lo que la memoria guarda, es de las empresas más difíciles a que debe enfrentarse el hombre. Sí, señores. Más difícil que atrapar a un Frank Abagnale Jr, que aguantar las lágrimas en el final de Dr Zhivago o que odiar a Abba. (Porque a todo el mundo le gusta Abba. Eso es así) Y a veces hace falta algo más que un joven Brando gritando “Stella, Stella” para conseguirlo.







Sin embargo y sin duda, más complicado aún que perdonar a terceros resulta perdonarse a uno mismo. Y es que aunque reconozcamos nuestros propios errores, en ocasiones estos se nos antojan indignos de disculpa alguna. Sea como fuere, como dijo Oskar Schlinder, perdonar es poder.



Pero perdonar no es olvidar, no confundamos términos. Con el olvido llega el perdón, pero el perdón no arrastra el olvido. Sin embargo, quizá la clave no sea pretender olvidar nuestras malas experiencias, si no transformarlas en algo distinto. ¿No pueden ser los errores del pasado un método de aprendizaje? Y, ¿Por qué hemos de torturarnos una y otra vez con ellos si al fin y al cabo, nos servirán de cara al futuro? Quizá deberíamos cantarles eso de Nos sobran los motivos que dice Sabina.

En ocasiones no son errores lo que queremos olvidar. Olores, palabras, momentos… Olvidar sentimientos, imágenes. ¿Por qué era tan difícil? De pronto, se me ocurrió una respuesta. Y es que quizá lo que cueste no sea olvidar, como decía Ana Torroja.


Es cierto que siempre podemos optar por no pensar en ello, rechazar cada instante en que viene a nuestra cabeza un olor, unas palabras, un sentimiento pasado o una imagen. Podemos ordenarnos a nosotros mismos cerrar ese pensamiento, cambiarlo por otro, por banal que sea el segundo. Y eso no es difícil. Cualquiera puede hacerlo. El problema está, quizá, en que realmente no queramos olvidar. Que nos resistamos a resignarnos y aceptar que terminó, que aquello en lo que pensamos no volverá. Porque no queremos que sea así. El problema no es que nos cueste olvidar. Es que no queremos olvidarnos de ello.



Dicen que la esperanza es lo último que se pierde. Esta frase hecha puede usarse como comodín para cualquier situación, tratando de conferir un aspecto positivo a lo que sea que estamos apelando. Pero, no puedo dejar de preguntarme, si el hecho de que la esperanza sea lo último que se pierde juega en nuestra contra, lejos de ser una falacia. Y no ser algo positivo, sino más bien todo lo contrario, una lacra con la que debamos cargar. Al ser lo último que se pierde nos impide dejar ir a aquello que deberíamos abandonar, porque no pertenece ya al presente. Quizá no debamos tener en cuenta la esperanza, quizá deberíamos prescindir de ella. Y de esa manera, al alejarnos de un posible retorno, agarrarnos al presente, y al futuro que podemos fabricar con las papeletas que contamos. Lo difícil no es olvidar, es decidir olvidar. Por ello debemos respetar nuestro tiempo, el tiempo que necesitemos antes de querer abandonar lo pasado. Y cuando haya concluido ese tiempo, que no debemos cambiar ni por consejos de los más cercanos ni por nuevas sugerencias, sabremos que podemos dejar ir aquello que tanto nos costaba. Nadie puede olvidar nada de la noche a la mañana, a menos que tenga amnesia. Sin embargo, pasado el tiempo de cortesía hacía nosotros mismos sabremos que estamos preparados para dejarlo ir. Y empezar de nuevo, sin referencias. Una hoja en blanco donde comenzar a trazar las líneas de nuestros pasos.

Como dijo en una ocasión Carrie Bradshaw.
“Después de todo, las computadoras se rompen, la gente se muere y las relaciones se terminan. Lo mejor que podemos hacer es respirar y reiniciar”

martes, 11 de noviembre de 2014

El Síndrome de Bridget Jones

Para ellas.

Hace un par de noches, en casa de unas amigas, después de unos cuántos vasos de vino blanco, un par de tarrinas extra grandes de helado de chocolate y alguna película de niñas, nos pusimos a hablar de nuestro eterno tema preferido: Los hombres.
Hombres, hombres, hombres… ¿Sería más fácil para nosotras el mundo si no existiesen?, ¿Merecería la pena soportar el tedio y el aburrimiento sin ellos por una vida con menos quebraderos de cabeza?
Puede ser que muchas prefieran la vida tranquila, sin altibajos y sin decepciones. Puede ser. Pero la verdad, llamadme masoquista, es que la emoción de cualquier amor o desamor, yo, personalmente, no la cambiaría por nada. Y confieso que no me estoy refiriendo sólo a la parte feliz. En todo lío amoroso hay un poco de sol y un poco de mal tiempo, pero, en realidad, la lluvia no está tan mal. En ocasiones viene bien mojarse un poco. Sin paraguas, como Gene Kelly.


Hay mujeres que, sin aparente explicación lógica, tienen a lo largo de prácticamente toda su vida mucha suerte en esto del amor. Y luego estamos todas las demás. Bajitas, altas, delgadas o rollizas, guapas o feas. Simpáticas, antipáticas, abiertas o tímidas, inteligentes y tontas, complicadas o sencillas. Todas esperan ver aparecer a su príncipe azul después de toparse con unas cuántas ranas (Y TELITA con algunos de esos bichos verdes). A veces, luego de más o menos “Este es el definitivo”, “Niñas, QUE ME CASO”, aparece en nuestras cabezas el germen de la resignación. Y es entonces cuando tratamos de auto convencernos de que, al fin y al cabo, ¡Oye! los gatos y las muñecas no son tan mala idea.



Yo lo llamo el síndrome de Bridget Jones. Poco a poco los helados y kilos de más dan pie a la adicción a las películas románticas y las canciones de desesperanza con un par de copas encima.



Y los bailes, y el chocolate, y los cigarrillos, y los acosos por las diferentes redes sociales (Que ya NO se pueden hacer tranquilamente. GRACIAS, inventores de los “Quién me visita”). Y más helado, y más kilos. Y más copas. Y más cigarrillos. Y más canciones. Como una noria. Giras y giras (literalmente) entre una nube de grasas y melodías románticas. Y sólo comprendes el nivel alcanzado cuando llega el momento en que pactas con algún amigo un matrimonio concertado si a cierta edad ninguno de los dos estáis comprometidos.
YA.
Basta.
STOP.
No es que hayamos pasado la raya, es que la raya es un punto que hace mucho que ni vemos.
Miras por la ventana y ya ha llegado otra vez el otoño. Los cielos parcialmente despejados, las pequeñas lloviznas relajantes, la gente con grandes abrigos, las gabardinas y las botas. Y qué bonito es Madrid. Y qué bien huele a aire limpio y a lluvia. Y lo preciosa que está la piedra de los edificios del centro con el tenue bronce que viste al sol en esta estación. Qué sensación tan genial la de pasear por la ciudad pisando hojas secas y merendando galletas como dice Guille Milkyway.
Y lo bien que sienta un buen café de mediodía por sus calles. Que vale, ya sabemos, que si fuera compartido con cierto caballero sería más apetecible todavía (Y además, saldría más barato). Y pasear cogidos de la mano, o colgadas en su brazo... Íbamos por la mitad de la tercera tarrina de chocolate y, de pronto, se me ocurrió una idea abrumadora, casi aplastante. Y es que puede ser que haya mujeres que no necesiten un brazo para apoyarse. Ni un príncipe azul que les salve. Quizá hay quienes no requieran a alguien que se sienta indigno de acompañarlas por lo “perfectas” que son o se canse de repetirles que siempre se había considerado insuficiente a su lado. Puede ser que haya una clase de mujeres que lo que necesiten sea un hombre consciente de la altura a la que están (porque TODAS están alto) pero aún más consciente de que él también se encuentra a la misma altura. Y tú y yo contra el mundo. Como Bonnie y Clyde.



Lo malo es que los Clydes no abundan precisamente. Son más numerosos los príncipes azules que buscan salvar a su damisela. Pero, oye, nadie ha dicho que sea imposible. Un día cualquiera, simplemente, llegará un guapo con gabardina que te proponga robar un banco. Y entonces, lo habrás encontrado.
Hasta que ese día llegue, cuando los sapos bailen flamenco, habrá que seguir con el café sin compartir y las entradas de cine con las amigas. Y vaya, ¿Quién ha dicho que una cosa sea menos que la otra? Las calles siguen igual, la gente sigue igual, tú sigues igual y la vida sigue igual. El otro día no sé dónde leí que es gracioso pensar en la cantidad de personas que están enamoradas en secreto de otras. Y las segundas quizá nunca lo sepan. Como Gunther de Rachel. Todos hemos tenido alguna vez un amor secreto que nunca llegamos a confesar. Y nunca confesaremos. Y, seguramente, también hay alguien por ahí enamorado hasta la médula de nosotras, ¿Por qué no? Que no te engañen. Cada mujer es insultantemente perfecta en sus imperfecciones. Porque te estoy hablando a ti. ¿Me hablas a mí?, ¿Me hablas a mí? Dime, ¿Es a mí? Porque aquí no hay nadie más que yo. Ni de Niro en Taxi Driver podría discutírmelo.



Y puede haber días mejores y peores. Y días rosas. Y negros. Y, Dios no lo quiera, días rojos. Pero en todos ellos cada cual sigue siendo igual de perfecta. Y alguien se enamorará perdidamente de esa perfección llegado el momento. Un diez. DIEZ. Cada diez a su manera pero diez igualmente. Y es que con el valor de las personas nunca está de más ser algo comunista, porque hay veces en las que, como Tom Cruise en Risky Business, hay que saber cuándo es el momento de decir, pero ¡¿Qué coño?!



martes, 8 de julio de 2014

La vida es eso que pasa mientras tomamos decisiones

“La vida es eso que pasa mientras estamos ocupados haciendo otros planes”. John Lennon



Esta tarde, en un momento de relax, a mi vera un vaso de vino blanco y un Lucky Strike para fumar, ha sonado el genial Lennon.
"Imagine no possessions, I wonder if you can, no need for greed or hunger, a brotherhood of man, imagine all the people sharing all the world." 




¿Y si, como dice la canción, no tuviéramos nada? ¿Y si no guardásemos ni nuestros pensamientos? La vida sería más fácil. No habría ninguna decisión que tomar porque al no pertenecernos nada no podríamos elegir sobre ello. Sin embargo, entonces, estaríamos condenados a resignarnos con lo que se nos da (o no se nos da) al pisar el mundo.
¿Limitar nuestra existencia a dejar actuar al destino, sin ninguna capacidad de decisión posible? No, gracias.

Al no encontrarnos ahora en esa utopía para algunos (infierno para otros), pienso que, más bien, la vida es eso que pasa mientras estamos ocupados tomando decisiones. Algunas podemos tomarlas con no más ayuda que nuestra cabeza, para otras necesitaremos el consejo de nuestros más cercanos y unas pocas nos las resolverán, sin previo aviso, desconocidos que ni tan siquiera saben lo que hacen.

Y es que no tenemos ni un MÍSERO respiro, desde que pisamos este estresante planeta estamos obligados a elegir. Ni un momento de descanso. Nacemos elegidos, morimos eligiendo, y es por ello por lo que debemos estar preparados para llegado el momento saber qué ruta seguir.


De un tiempo a esta parte en mi casa siempre hemos sido muy de películas.
En algunos salones se oyen las discusiones de los programas de salsa rosa, en otros las de los deportivos… Pues en el mío, se veían películas.

Recuerdo cuando vi Forest Gump por primera vez, con unos nueve años. No voy a mentir, lo que más me llamó de la película fueron las tiroteadas nalgas de Forest y las gambas de su amigo Buba.
Años más tarde, la madre del protagonista cambió mi perspectiva de la cinta y es que, efectivamente, la vida es una caja de bombones, nunca sabes cuál te puede tocar.


El mundo es como una enorme pastelería con una inmensa variedad de bombones, casi tantos como los que describía Roald Dahl en Charlie y la fábrica de chocolate o los dulces en las mesas de Hogwarts.


Hay quienes (¡Afortunados ellos!) reciben los mejores Ferrero Rocher. De los de verdad, de toda la vida. No el nuevo modelo progre blanco modernillo que se las da de snob (Que sí, también está rico, no vamos a negarlo, pero NO. No es lo mismo). Envueltos en papel dorado no desilusionarán a nadie. 
Demasssiado ricos. Pero,¡Cuidado! Si se abusa de ellos pueden llegar a empachar y aburrir sin remedio. Y sin posibilidad de encontrar otros que sacien tu apetito. Porque sí, estos eran los mejores… Y ya no puedes disfrutarlos.



A otros (¡Pobres!) les caerán cajas preciosas, incluso más que las anteriores. Al abrirlas pequeños envoltorios dignos de cubrir diamantes en bruto o alguna de las mejores joyas de Tiffany. Brillantes y refulgentes papeles de jugosos colores, tan espectaculares como las cortinas que vestirían las ventanas de los aposentos de María Antonieta. Al verlos será imposible no quedar prendado, con el único propósito de llevarlos a la boca para degustarlos.

Sin embargo, cuando finalmente se alcanzan, puede comprobarse que no eran más que abono vestido de gala, como excrementos de mi gato envueltos en pan de oro.
Y ya se sabe que aunque la mona se vista de seda, mona se queda. Puede haber gente sin olfato que no se cerciore del traicionero olor hasta que sea demasiado tarde y se haya metido irremediablemente el pedacito en la boca, confundido por su singular color. Sólo entonces, tras el amargo sabor y la desagradable textura se dará cuenta del error que ha cometido y tratará en vano de deshacerse de todo resto.

Lo que sin duda le llevará un tiempo. En parte por los vestigios del sabor del desafortunado incidente, en parte el recuerdo que despertará observar que, en sus alrededores y a pesar de no haberlo visto antes, los excrementos de gato surgen por doquier. Por todas partes. Cientos de ellos.

Pero no nos engañemos, podemos sacar algo positivo de todo esto, y es que haber experimentado el momento nos dará mayor conocimiento para sortear posteriores escatológicas oportunidades.

Los más desafortunados encontrarán la peor calidad de dulces, ni siquiera merecedores de tal nombre. Sin embargo, acostumbrados a este gusto, serán estos los que al encontrar por casualidad o capricho del destino alguno de los ya nombrados, los disfruten realmente, teniendo entonces mayor gratificación en unos instantes que en toda la vida de cualquiera de los afortunados anteriores.


Decía la pequeñá Marisol que "La vida es una tómbola (tom, tom, tómbola), la vida es una tómbola (tom, tom tómbola), de luz y de color".



Siendo una tómbola, como tal, lleva unos cuantos factores predeterminados. Sin embargo, lo que no solemos tener en mente es que cada uno de nosotros podemos hacernos dueños de la nuestra con las decisiones que tomamos. Somos libres de huir y dejar todo atrás, como Rose cuando decide cambiar de opinión y vuelve junto a Jack. Jack, que decide jugarse todo a las cartas porque, cuando no tienes nada, no tienes nada que perder.

Ya lo dijo William Ernest Henley I´m the master of my fate: I´m the captain of my soul.”

La vida somos nosotros, y nosotros somos las decisiones que tomamos.



lunes, 31 de marzo de 2014

Don Juan es un caballero

Estamos ya a 31 de Marzo y parece ayer cuando nevó en la ciudad. De pronto y sin aviso las calles madrileñas son más luminosas, los edificios reflejan mejor que nunca el esplendor de épocas pasadas y por todas las cabezas vuelan caprichos revolucionados. ¿Qué tenía la primavera que conseguía cambiar el ánimo de todos? ¿Era culpable el sol y el calor o las terracitas rebosantes de animadas conversaciones?

Hay quien prefiere las épocas radicales; mucho calor, mucho invierno, pero yo, amante de los cielos lluviosos al atardecer y el sol radiante a las 16.00 pm, adoro esta estación.
Sea como fuere, no es ningún secreto que el verdadero comienzo del año y de la nueva temporada es el que da pie la primavera.

La primavera la sangre altera. Estas fechas sacan a relucir la cara caprichosa del mundo. Todo es más bonito, todo puede ser el perfecto antojo. Y bueno, ¿Quién es el rey del antojo sino don Juan? Es un mito que don Juan sale en verano. La primavera es su estación, está claro.

Pero, ¿Quién es realmente este hombre? ¿Existe una figura actual que encaje con él, fiel a su esencia, más allá de las obras que lo retratan? Ahora don Juan, se llama Alfie. Y por favor, si alguien aún no ha visto esa película, que la vea antes de seguir leyendo.





Don Juan es un caballero. 

Sí, un caballero. Y no un caballero cualquiera. Es el perfecto caballero. Un señor. Que busca el amor en esencia, el Amor. Es como una abeja en busca del néctar más exquisito en la flor ideal. Un catador, probará cientos hasta llegar a la suya. Así, ¿Era don Juan una pobre víctima con aspiraciones más altas de las que podía alcanzar? ¿Debíamos entonces compadecernos de él? Y eso, ¿En qué nos beneficiaba?

Don Juan es un caballero. Pero un caballero no lo es todo. El sabor de un bombón no lo convierte en bueno para nuestra salud. Ya puede tener cobertura de chocolate belga que si al fundirlo se ha disuelto con éxtasis va a colocarnos igual. Lo difícil no es tragar el bombón, no, de hecho, eso es muy fácil. Lo difícil es escupirlo después. Don Juan es una droga. De las más potentes, y no es ilegal.




Pero, ¿Quién es don Juan? Pues bien, distinguirle de un cualquiera es muy sencillo.

En primer lugar siempre siempre siempre destacará en el grupo en el que esté, y es que, en todo grupo que se precie debe haber (al menos) un don Juan. “No sabes quienes han venido: don Juan y sus amigos” “Ay! Adivina! Me encontré…con don Juan y estos” “Una pena que don Juan and Co no pudieran pasarse…” y sí, no podemos negarlo, todos lo hemos dicho, aunque fuese inconscientemente, alguna vez.

En segundo lugar, don Juan siempre siempre SIEMPRE será irritantemente educado con toda dama, ya puede la señorita en cuestión tirarle una copa a la cara, gritarle o hasta pegarle que su educación no disminuirá ni un ápice, ni siquiera rebajará su vocabulario, insultantemente exquisito. Y en caso de que se le escape algún taco, en su boca no sonará tan mal.

En tercer lugar, don Juan jamás JAMÁS faltará a su palabra o mentirá, no necesita engañar para conseguir lo que quiere, siempre pondrá las cartas sobre la mesa y “Esto es lo que hay, lo tomas o lo dejas”




El cuarto rasgo que lo distingue de un mero fulano es su aspecto, siempre impoluto, siempre impecable, siempre a punto, siempre a la moda (punto alarmante en algunos casos), acompañado, por supuesto, del olor de una buena colonia. Como el eterno Givenchy de Rufino. Pues eso.




Don Juan es un truhan, es un señor, le gustan las mujeres, le gusta el vino (y si tiene que olvidarlas, bebe, y olvida). Don Juan te invita a tomar langostinos. Siempre será el amante perfecto. Don Juan es un caballero. Y pasea de noche por las bulliciosas calles en primavera de cosmopolitas ciudades como Madrid. Don Juan es un caballero. Y bajo ningún concepto debes enamorarte de él.


miércoles, 5 de febrero de 2014

Exámenes. Exámenes everywhere

Todos somos diferentes, eso se sabe. Y punto. A algunos les tira salir de fiesta al garito de moda todos los viernes (o sábados) caiga quien caiga y esté donde esté, y si hay copas gratis de por medio, mejor, oiga. Otros se inclinan por el tranquileo en territorio conocido en compañía de colegas y unas cerves, a unos les gusta pintar...O tocar la guitarra, o jugar al fútbol, o al baloncesto, rapear, cantar o irse de compras. Los hay a los que les gusta aprender de una u otra manera, lanzarse a la aventura, y corren y corren sin parar como Forest. También hay quienes optan por el regreso al hogar (dulce hogar) “Where the skies are so blue”




Conozco incluso a alguno al que le gusta quedarse en casa estudiando (haberlos, haylos). Pero, sin embargo, y a pesar de las miles de diferencias que puede haber entre estos y aquellos puedo afirmar rotundamente que al menos un rasgo en común tienen. Y es que, que yo conozca, a nadie (absolutamente NADIE) le emociona la temporada de exámenes.





Exámenes, exámenes y más exámenes; hay momentos en la vida de todo estudiante en que los exámenes aparecen debajo de las piedras, es acabar uno y surgir otro, como un segundo de bachillerato interminable. Exámenes por todas partes. Algunos son como el carnet de conducir, una vez los apruebas, c´est fini, ya está, es irrelevante que la nota sea una basura, con estar en el filo de la navaja te conformas.


Sin embargo, se debe tener en cuenta que el riesgo que se corre al presentarse con esta idea se eleva hasta alcanzar cotas indecentes, inversamente proporcionales a la genialidad del profesor en cuestión. Más allá de los clásicos “me tiene manía” (que podían servirnos hace tiempo (tristemente, nunca en mi caso)) todos sabemos que hay profesores mejores y peores…Y luego están los pésimos, insufribles, insoportables… ¿Quién no ha sufrido las clases de un Puma? Esa profesora/or amargado cuya principal motivación es torturar a sus alumnos... O, más allá, ¿Quién ha salido ileso de estas? Y es que sólo Barney Stinson es capaz de amansar dicha fiera.



Y no, nadie es Barney. Ni tampoco Chuck Bass que con extender un cheque resolvería el asunto. Afortunadamente para todos, estos ejemplares escasean y a lo largo de una vida estudiantil podemos tener el desagrado de cruzarnos a lo sumo con dos o tres. 
También podemos toparnos con la otra cara de la moneda y es que para nuestro consuelo siempre quedarán algunos profesores brillantes, geniales, esos a cuyas clases queremos asistir, por los que no nos cuesta tanto (TANTO) levantarnos. Sin embargo, la realidad es que estos son aún más escasos que los anteriores y puede haber estudiantes que no se encuentren ninguno. Yo he tenido la suerte de coincidir con cuatro; Las dos primeras fueron mujeres de ciencias, los siguientes caballeros de letras (y letras profundas, artistas en realidad). Las clases de una de las primeras eran, más que clases, sesiones de monólogos en las que o estabas sordo o acababas llorando de la risa por los suelos, las de la otra mujer y el primer artista fueron siempre más intelectuales, de esas en las que al principio no entendías nada. Pero nada. De hecho, si alguien te preguntaba el tema, ni siquiera sabías contestar, lo único que te había quedado claro es que en una sola hora habías aprendido más que en años y años de estudios. El último es bastante diferente, uno de esos tutores que calan hasta el fondo, que cambian la vida y la perspectiva de tu mirada, al llegar a clase te llena esa sensación de ser como un Pépinot ante su Clément Mathieu, esperando expectante que te recoja un sábado y te lleve lejos. Son esos profesores a los que te gustaría implorar con tu voz más potente el “OH CAPITÁN, MI CAPITÁN” de Anderson a John Keating.




Pero los ingredientes de toda clase que se precie van más allá del profesorado y es que entre los estudiantes encontramos algunos que se repiten en todas;
En algún momento de nuestra vida habremos coincidido con la clásica Máquina de escribir, capaz de superar la velocidad de la luz (Ríanse del Halcón Milenario de Han Solo JAJAJA puede que Einstein la utilizase en su fórmula pero jamás la alcanzó). Se da a conocer esta figura unos diez minutos después del “Den la vuelta a sus exámenes, por favor”, tú has terminado de escribir el nombre y te dispones a leer despacito los temas sobre los que debes elucubrar unas cuantas teorías creíbles y entonces, de pronto, una voz corta la tensión del aula “Perdone, ¿Puede darme un folio más?”. Y ahí es donde comienza todo. En intervalos de aproximadamente unos 10, 15 minutos pedirá otro folio. Y otro. Y otro. Y OTRO. Nadie se explica cómo es capaz de rellenarlos tan rápido. Al principio piensas que lo más probable es que se dedique a dibujar grecas en el papel. O rayas horizontales. O puntos. Pero, cuando pasas por su lado para entregar el tuyo (por supuesto, será el último en dejarlo), ves que no sólo no son rayas sino que tampoco tiene mala letra. De hecho, podría pasar por letra de imprenta, ni un tachón, y lo que es más impresionante: DIMINUTA. Pero más allá del misterio de la velocidad, lo que realmente te preguntas es QUÉ COJONES está poniendo. Porque sí, hasta los apuntes grabados de TODO lo que ha salido por la boca del profesor tendrían una extensión menor que la de ese examen. Si estos personajes son los que más tardan, también tenemos a los que entregan el examen enseguida, los típicos compañeros con ciencia infusa, siempre van fatal y nunca estudian nada. La víspera del examen, cuando tú sigues intentando meterte los ochenta temas, a las 9 de la noche te escriben un mensaje “Buff, es que yo paso ya, eh? Me voy a dormir”. SÍ, CLARO. Y una MIERDA. No se lo cree nadie, al contrario de los que, realmente no huelen un libro, son los encantados... Y no me refiero a encantados de encantar, sino al que sale ENCANTADO de todos los exámenes. Es un poco como Pipi Calzaslargas, le da igual, sea cuál sea, siempre le ha salido genial. No genial; geeeeeeeenial. La lástima es que el profesor no comparta su opinión…




Ante los inminentes exámenes, todos necesitamos algún discurso que nos motive a no tirarnos por la ventana, algo que nos anime a pensar que es mejor optar por presentarse y “que sea lo que Dios quiera” a correr como Gump.
Siempre encontraremos al compañero motivador que se encarga del tema, intentando que veamos con algún sentido el ataque kamikaze que vamos a llevar a cabo, nos anima con algo tipo el discurso de Máximo a sus tropas en Germania, terminando con un “Hermanos, lo que hagamos en esta vida tendrá su eco en la eternidad” y comenzando con el mítico “Fuerza y honor”.
Pero, la verdad, es que personalmente prefiero los discursos del palo de el del soldado Benítez en Un poeta entre reclutas, así con música emblemática de fondo y la estupefacción de los superiores “El que sobreviva a este día y llegue a la vejez, cada año en la víspera, convidará a sus vecinos y dirá “Mañana es San Crispín””



Y ¿Por qué no? También nos gustaría tener el éxito del soldado Benitez a la hora de que califiquen nuestra prueba.
Y cuando terminan… Bien alto suena el Bye, bye, parecido al de Dylan pero sin la nota de nostalgia. Ya después del último, sólo queda esperar las notas, alea jacta est. Estas sabrán a gloria para unos… Y a desesperación para otros desgraciadamente…


Con esto, me queda todavía (por si no había quedado claro) declarar abiertamente que yo, Holly, odio la temporada de exámenes.