Todos somos
diferentes, eso se sabe. Y punto. A algunos les tira
salir de fiesta al garito de moda todos los viernes (o sábados) caiga quien
caiga y esté donde esté, y si hay copas gratis de por medio, mejor, oiga. Otros
se inclinan por el tranquileo en territorio conocido en compañía de colegas y
unas cerves, a unos les gusta pintar...O tocar la guitarra, o jugar al fútbol, o al
baloncesto, rapear, cantar o irse de compras. Los hay a los que les gusta
aprender de una u otra manera, lanzarse a la aventura, y corren y corren sin
parar como Forest. También hay quienes optan por el regreso al hogar (dulce
hogar) “Where the skies are so blue”
Conozco incluso a
alguno al que le gusta quedarse en casa estudiando (haberlos, haylos). Pero, sin embargo, y a pesar de
las miles de diferencias que puede haber entre estos y aquellos puedo afirmar
rotundamente que al menos un rasgo en común tienen. Y es que, que yo conozca,
a nadie (absolutamente NADIE) le emociona la temporada de exámenes.
Exámenes, exámenes y
más exámenes; hay momentos en la vida de todo estudiante en que los exámenes
aparecen debajo de las piedras, es acabar uno y surgir otro, como un segundo de
bachillerato interminable. Exámenes por todas partes. Algunos son como el
carnet de conducir, una vez los apruebas, c´est fini, ya está, es irrelevante que la
nota sea una basura, con estar en el filo de la navaja te conformas.
Sin embargo, se debe
tener en cuenta que el riesgo que se corre al presentarse con esta idea se eleva hasta alcanzar cotas indecentes, inversamente
proporcionales a la genialidad del profesor en cuestión. Más allá de los
clásicos “me tiene manía” (que podían servirnos hace tiempo (tristemente, nunca en
mi caso)) todos sabemos que hay profesores mejores y peores…Y luego están los pésimos, insufribles, insoportables… ¿Quién no ha sufrido las clases de un Puma? Esa profesora/or amargado cuya principal motivación es torturar a sus alumnos... O, más allá, ¿Quién ha salido ileso
de estas? Y es que sólo Barney Stinson es capaz de amansar dicha fiera.
Y no, nadie es Barney. Ni tampoco Chuck Bass que con extender un
cheque resolvería el asunto. Afortunadamente para todos, estos ejemplares
escasean y a lo largo de una vida estudiantil podemos tener el
desagrado de cruzarnos a lo sumo con dos o tres.
También podemos toparnos con la otra cara de la moneda y es que para nuestro consuelo siempre quedarán algunos profesores brillantes, geniales, esos a cuyas clases queremos asistir, por los que no nos cuesta tanto (TANTO) levantarnos. Sin embargo, la realidad es que estos son aún más escasos que los anteriores y puede haber estudiantes que no se encuentren ninguno. Yo he tenido la suerte de coincidir con cuatro; Las dos primeras fueron mujeres de ciencias, los siguientes caballeros de letras (y letras profundas, artistas en realidad). Las clases de una de las primeras eran, más que clases, sesiones de monólogos en las que o estabas sordo o acababas llorando de la risa por los suelos, las de la otra mujer y el primer artista fueron siempre más intelectuales, de esas en las que al principio no entendías nada. Pero nada. De hecho, si alguien te preguntaba el tema, ni siquiera sabías contestar, lo único que te había quedado claro es que en una sola hora habías aprendido más que en años y años de estudios. El último es bastante diferente, uno de esos tutores que calan hasta el fondo, que cambian la vida y la perspectiva de tu mirada, al llegar a clase te llena esa sensación de ser como un Pépinot ante su Clément Mathieu, esperando expectante que te recoja un sábado y te lleve lejos. Son esos profesores a los que te gustaría implorar con tu voz más potente el “OH CAPITÁN, MI CAPITÁN” de Anderson a John Keating.
También podemos toparnos con la otra cara de la moneda y es que para nuestro consuelo siempre quedarán algunos profesores brillantes, geniales, esos a cuyas clases queremos asistir, por los que no nos cuesta tanto (TANTO) levantarnos. Sin embargo, la realidad es que estos son aún más escasos que los anteriores y puede haber estudiantes que no se encuentren ninguno. Yo he tenido la suerte de coincidir con cuatro; Las dos primeras fueron mujeres de ciencias, los siguientes caballeros de letras (y letras profundas, artistas en realidad). Las clases de una de las primeras eran, más que clases, sesiones de monólogos en las que o estabas sordo o acababas llorando de la risa por los suelos, las de la otra mujer y el primer artista fueron siempre más intelectuales, de esas en las que al principio no entendías nada. Pero nada. De hecho, si alguien te preguntaba el tema, ni siquiera sabías contestar, lo único que te había quedado claro es que en una sola hora habías aprendido más que en años y años de estudios. El último es bastante diferente, uno de esos tutores que calan hasta el fondo, que cambian la vida y la perspectiva de tu mirada, al llegar a clase te llena esa sensación de ser como un Pépinot ante su Clément Mathieu, esperando expectante que te recoja un sábado y te lleve lejos. Son esos profesores a los que te gustaría implorar con tu voz más potente el “OH CAPITÁN, MI CAPITÁN” de Anderson a John Keating.
Pero los ingredientes de toda clase que se precie van más allá del profesorado y es que entre los estudiantes encontramos algunos que se repiten en todas;
En algún momento de
nuestra vida habremos coincidido con la clásica Máquina de escribir, capaz de superar la velocidad de la luz
(Ríanse del Halcón Milenario de Han Solo JAJAJA puede
que Einstein la utilizase en su fórmula pero jamás la alcanzó). Se da a conocer esta figura unos diez minutos después del “Den la vuelta a sus exámenes, por
favor”, tú has terminado de escribir el nombre y te dispones a leer despacito
los temas sobre los que debes elucubrar unas cuantas teorías creíbles y entonces, de pronto, una voz
corta la tensión del aula “Perdone, ¿Puede darme un folio más?”. Y ahí es donde comienza todo. En intervalos de aproximadamente unos 10, 15 minutos pedirá otro folio. Y otro. Y otro. Y OTRO. Nadie se explica cómo es capaz de
rellenarlos tan rápido. Al principio piensas que lo más probable es que se dedique a dibujar grecas en el papel. O rayas horizontales. O puntos. Pero, cuando pasas por su
lado para entregar el tuyo (por supuesto, será el último en dejarlo), ves
que no sólo no son rayas sino que tampoco tiene mala letra. De hecho, podría pasar por letra de imprenta, ni un tachón, y lo que es más
impresionante: DIMINUTA. Pero más allá del misterio de la velocidad, lo que
realmente te preguntas es QUÉ COJONES está poniendo. Porque sí, hasta los
apuntes grabados de TODO lo que ha salido por la boca del profesor tendrían una
extensión menor que la de ese examen. Si estos personajes son los que más tardan, también tenemos a los que entregan el examen enseguida, los
típicos compañeros con ciencia infusa, siempre van fatal y nunca estudian nada. La víspera del examen, cuando tú sigues intentando meterte los ochenta
temas, a las 9 de la noche te escriben un mensaje “Buff, es que yo paso ya, eh?
Me voy a dormir”. SÍ, CLARO. Y una MIERDA. No se lo cree nadie, al contrario de los que, realmente no huelen un libro, son los encantados... Y no me refiero a encantados de encantar, sino al que sale
ENCANTADO de todos los exámenes. Es un poco como Pipi Calzaslargas, le da
igual, sea cuál sea, siempre le ha salido genial. No genial; geeeeeeeenial. La lástima es que el
profesor no comparta su opinión…
Ante los inminentes
exámenes, todos necesitamos algún discurso que nos motive a no tirarnos por la
ventana, algo que nos anime a pensar que es mejor optar por presentarse y “que
sea lo que Dios quiera” a correr como Gump.
Siempre encontraremos al compañero
motivador que se encarga del tema, intentando que veamos con algún sentido el ataque kamikaze que vamos a llevar a cabo, nos anima con algo tipo el discurso de
Máximo a sus tropas en Germania, terminando con un “Hermanos, lo que hagamos en
esta vida tendrá su eco en la eternidad” y comenzando con el mítico “Fuerza y
honor”.
Pero, la verdad, es
que personalmente prefiero los discursos del palo de el del soldado Benítez en Un poeta entre reclutas, así con música
emblemática de fondo y la estupefacción de los superiores “El que sobreviva a este día y llegue a la vejez, cada año en la
víspera, convidará a sus vecinos y dirá “Mañana es San Crispín””
Y ¿Por qué no?
También nos gustaría tener el éxito del soldado Benitez a la hora de que
califiquen nuestra prueba.
Y cuando terminan… Bien
alto suena el Bye, bye, parecido al
de Dylan pero sin la nota de nostalgia. Ya después del último, sólo queda
esperar las notas, alea jacta est.
Estas sabrán a gloria para unos… Y a desesperación para otros desgraciadamente…
Con esto, me queda
todavía (por si no había quedado claro) declarar abiertamente que yo, Holly,
odio la temporada de exámenes.