viernes, 5 de diciembre de 2014

A propósito de Henry


"Este adiós no maquilla un hasta luego,
este nunca no esconde un ojalá,
estas cenizas no juegan con fuego,
este ciego no mira para atrás.
Este notario firma lo que escribo,
esta letra no la protestaré,
ahórrate el acuse del recibo,
estas vísperas son las de después.
A este ruido tan huérfano de padre
no voy a permitirle que taladre
un corazón podrido de latir.
Este pez ya no muere por tu boca,
este loco se va con otra loca,
estos ojos no lloran más por ti."
Joaquín Sabina







Hace algo menos de un año, a las puertas de la primavera, cuando los árboles descubren sus bonitas flores, mis dos queridas inseparables y yo nos escapamos una tarde al Parque del Retiro con un viejo Ukelele. Era un día cualquiera, de esos que no planeas. Después de un par de canciones se nos acercaron tres guapos y simpáticos argentinos que nos pidieron sentarse con nosotras (¿Quién dijo que esas cosas sólo pasaban en las películas?). Estaban de paso en Madrid, sólo se quedarían en nuestra ciudad un día. Tras el clásico intercambio musical de unos y otros, nos propusieron tomar unas cervezas en alguna terracita. Y allí que fuimos.


Es curioso cómo muchas veces y sin que seamos conscientes en el momento, personas con que coincides alguna vez contada, te pueden dar claves más valiosas que quienes llevan una vida a tu lado. A veces las cosas son muy sencillas, blanco o negro, pero somos incapaces de asimilar las obviedades. Y estas casi nunca nos las van a dar los que tenemos más cerca. En nuestra conversación con los argentinos, les relatamos las tres nuestros desencantos amorosos, vistos desde nuestra perspectiva hormonada. La respuesta rotunda de ellos, se puede resumir básicamente en una frase: No hay que tener miedo al fracaso.
En esta vida todos cometemos errores, de mayor o menor intensidad, y parece que los errores cometidos tengan que perseguirnos durante el resto de nuestros días. Así, llegado un punto, aparece el miedo a repetirlos, y preferimos escondernos antes que intentarlo de nuevo. Optamos por quedarnos en el “No te preocupes, ya se olvidará” y tratar de engañar a nuestra memoria simulando que nunca ha pasado. Porque sí, todos vivimos un poco a propósito de Henry.









Dijo Einstein que la memoria era la inteligencia de los tontos, y, efectivamente, estaba en lo cierto. Hay personas que tienen gran facilidad para olvidar, pero quienes tienen buena memoria, por mucho que traten de evitarlo y perdonen o sean perdonados, siempre recordarán. Perdonar habiendo olvidado no tiene ni de lejos el mismo mérito que perdonar sin haberlo hecho. Perdonar, sin abandonar lo que la memoria guarda, es de las empresas más difíciles a que debe enfrentarse el hombre. Sí, señores. Más difícil que atrapar a un Frank Abagnale Jr, que aguantar las lágrimas en el final de Dr Zhivago o que odiar a Abba. (Porque a todo el mundo le gusta Abba. Eso es así) Y a veces hace falta algo más que un joven Brando gritando “Stella, Stella” para conseguirlo.







Sin embargo y sin duda, más complicado aún que perdonar a terceros resulta perdonarse a uno mismo. Y es que aunque reconozcamos nuestros propios errores, en ocasiones estos se nos antojan indignos de disculpa alguna. Sea como fuere, como dijo Oskar Schlinder, perdonar es poder.



Pero perdonar no es olvidar, no confundamos términos. Con el olvido llega el perdón, pero el perdón no arrastra el olvido. Sin embargo, quizá la clave no sea pretender olvidar nuestras malas experiencias, si no transformarlas en algo distinto. ¿No pueden ser los errores del pasado un método de aprendizaje? Y, ¿Por qué hemos de torturarnos una y otra vez con ellos si al fin y al cabo, nos servirán de cara al futuro? Quizá deberíamos cantarles eso de Nos sobran los motivos que dice Sabina.

En ocasiones no son errores lo que queremos olvidar. Olores, palabras, momentos… Olvidar sentimientos, imágenes. ¿Por qué era tan difícil? De pronto, se me ocurrió una respuesta. Y es que quizá lo que cueste no sea olvidar, como decía Ana Torroja.


Es cierto que siempre podemos optar por no pensar en ello, rechazar cada instante en que viene a nuestra cabeza un olor, unas palabras, un sentimiento pasado o una imagen. Podemos ordenarnos a nosotros mismos cerrar ese pensamiento, cambiarlo por otro, por banal que sea el segundo. Y eso no es difícil. Cualquiera puede hacerlo. El problema está, quizá, en que realmente no queramos olvidar. Que nos resistamos a resignarnos y aceptar que terminó, que aquello en lo que pensamos no volverá. Porque no queremos que sea así. El problema no es que nos cueste olvidar. Es que no queremos olvidarnos de ello.



Dicen que la esperanza es lo último que se pierde. Esta frase hecha puede usarse como comodín para cualquier situación, tratando de conferir un aspecto positivo a lo que sea que estamos apelando. Pero, no puedo dejar de preguntarme, si el hecho de que la esperanza sea lo último que se pierde juega en nuestra contra, lejos de ser una falacia. Y no ser algo positivo, sino más bien todo lo contrario, una lacra con la que debamos cargar. Al ser lo último que se pierde nos impide dejar ir a aquello que deberíamos abandonar, porque no pertenece ya al presente. Quizá no debamos tener en cuenta la esperanza, quizá deberíamos prescindir de ella. Y de esa manera, al alejarnos de un posible retorno, agarrarnos al presente, y al futuro que podemos fabricar con las papeletas que contamos. Lo difícil no es olvidar, es decidir olvidar. Por ello debemos respetar nuestro tiempo, el tiempo que necesitemos antes de querer abandonar lo pasado. Y cuando haya concluido ese tiempo, que no debemos cambiar ni por consejos de los más cercanos ni por nuevas sugerencias, sabremos que podemos dejar ir aquello que tanto nos costaba. Nadie puede olvidar nada de la noche a la mañana, a menos que tenga amnesia. Sin embargo, pasado el tiempo de cortesía hacía nosotros mismos sabremos que estamos preparados para dejarlo ir. Y empezar de nuevo, sin referencias. Una hoja en blanco donde comenzar a trazar las líneas de nuestros pasos.

Como dijo en una ocasión Carrie Bradshaw.
“Después de todo, las computadoras se rompen, la gente se muere y las relaciones se terminan. Lo mejor que podemos hacer es respirar y reiniciar”